Sobre el amor
Sobre el amor
Ama y haz lo que quieras…
El café
parecía vacío, la gente paseaba por la calle como si el mundo no fuese nada más
que una esfera tirada, al azar, en el basto espacio. Miró alrededor y pensó que
entre tanta gente la soledad aparece como la culpa, en la cabeza, y se siente
en la espalda y pesa tanto que nos encorva hasta rozar el piso con la barbilla.
Las mesas cuadradas con sus pares de sillas y las familias tomando café le
recordaban, como antaño, los tiempos felices y mágicos de la niñez. ¿Cómo pasa
el tiempo, no? Sí, pasa como un tranvía, como un tren cargado de carbón, porque
así es la vida a veces, un poco oscura. Así que mientras esperaba se acordó de
su inocencia, esa máscara que nos ayuda a sobrevivir un rato, que nos congela y
nos santifica. Así estaba, metida en su conciencia, en las fotos pretéritas y
en las voces tan antiguas como el mundo mismo. Fue verlo, a los ojos, y
distinguió que entre el sol y unos ojos dulces solamente había un cielo de
distancia y es que a veces las fotos engañan, lastiman, son como balas. La
carta de él (de hace más de un año), la condujo a esa puerta cerrada en su
inconsciente, a esa oscuridad de lo que pertenece a otro mundo bien lejano.
Cuando la leyó supo que lloraría muchísimo a partir de ese día. Lloraría por él
y por su estúpida empatía que la cegaba, la arrastraba y salpicaba de pies a
cabeza. Me siento triste. Vomitó él. Me siento muy triste. Él sentía, por
supuesto, el vacío que deja el saber que una cosa que antes completaba y
conformaba el todo, ya no está. ¿Hay nada o hay todo? No lo sé. No tengo idea.
Siento (decía para sí mismo), un dolor en el corazón, como si hubiese pasado
una vida entre mis pestañeos y ahora estoy acá, mirándote (ella le había
mandado unas fotos en respuesta a la carta). Pero no dijo nada más, solamente
comentó "estoy triste". A mano alzada, el pedazo de papel se
convertía en una obra de arte, estaba tan cerca de la perfección artística que
dudó en mandarla. Lo hizo igualmente.
Ella pensó,
mientras leía, que el problema estaba en que el amor parece cegar, transforma
en una deidad a la otra parte y la decepción aparece con el nombre de
idealización. Ambos habían visto en el otro (como un espejo) ese platonismo
abstracto de perfección porque estaban convencidos de que eran su media
naranja. Se olvidaron que los árboles, por más grandes que sean, se secan si no
se riegan y ellos se sintieron un bosque enorme, extenso y lleno de vida.
Lloraban, un montón lloraban. (Sí, ¿Te acordás de la cantidad de veces que los
dos nos llamábamos y la respiración se agitaba por las convulsiones llánticas?)
Eso estaba escrito en una de las tantas cartas, y ambos se dieron cuenta de que
el sentimiento ese (ahogarse por la tristeza), era mutuo. No se puede
distinguir quién de los dos escribió ese fragmento realmente. Así que sí, no
dejaban de llorar. Parecía llover siempre, su cielo se nublaba y pensando que
el sexo arreglaba todo se metían en esa cueva de placer hasta saciar (por un
momento) esa siniestra sensación de saber que las raíces se estaban
marchitando.
En la réplica
a la carta de esa mujer (esa, porque ya la desconocía, pasaron muchos años), él
la interrogó. Es que estaba lleno de dudas, necesitaba que la tinta azul fuese
el canal para sacarse esa vergüenza que provoca la melancolía de haber sido
productos para el Amor, pero haber terminado arrinconados y acribillados por su
culpa. (¿De quién?, había preguntado ella) y la respuesta era que de los dos,
porque ninguno se había animado a sacar las flores al balcón y la casa se
empezó a quedar vacía mientras sus miradas intentaban captar con el mayor de
los deseos lo poco que quedaba de su nido. Ellos ya no estaban, solamente
volaba por los rincones la sombra de lo que podrían haber sido. ¿Era amor? Lo
que sentíamos. Ahora lo dudo, ahora pienso que el amor es todo menos lo que te
mata, aunque nos hayamos quedado un poco muertos y los dos estemos leyendo
estos textos ridículos porque tenemos la melancolía intacta. Sí, lo dudo, no
pondría sobre la mesa la cobardía que tuvimos de aceptar que nos equivocamos,
ni el orgullo de no abrir la boca cuando estábamos frente al otro y nos
invisibilizamos frente a los ojos rojos de un corazón roto. Su interrogante, en
respuesta a la pregunta de la mujer, lo confundió un poco más y no estaba
seguro de querer darle toda esa explicación ahora, pero la escribió de igual
manera. Eso la lastimaría pero tampoco le importó.
¿Qué estás
haciendo ahora? Yo estoy tomando un café en la esquina de casa mientras leo
nuestro diálogo papelero porque antes no quería. O no podía. Estoy mirando a la gente y ¿podés creer? Sigo buscando tu
cara entre la multitud. Te mandé fotos, le había escrito él. Y ella lo sabía porque
uno siempre espera que el otro no se olvide de nosotros, esperamos,
egoístamente, permanecer en la memoria durante el mayor tiempo posible: jugamos
al ajedrez con el olvido. No se sorprendió de ver su cara impresa en pequeños
rectángulos que contenían pedazos de tiempo, congelado. No me digas que el amor
no existió con nosotros (¿De cuál hablas vos?) Amor propio no tuvo ninguno, vos
me llenabas con tu idólatra necesidad de amor y pusiste en mí expectativas
prácticamente imposibles. Yo me dejé vaciar para que pudieras llenarme de lo
que quisieras. ¿Amar es dejarse desarmar por el otro? Me parece, comentaba un
poco enojada, que lo que vos llamas amor ninguno lo conoció. Terminó de
escribir eso último indignada, ¿Por qué tanta hipocresía? No se puede hablar de
lo que no se sabe.
Las últimas
cartas no fueron más que una exposición de ideas propias enfrentadas, un ping
pong de opiniones. La tercera carta antes de que ella no leyese más, parecida a
una sentencia, informaba con demasiada autoridad que la relación que habían
tenido no había sido más que una cadena de acontecimientos patéticos. Su
buscaron y se ataron para unirse pensando que la eternidad existiría para el
amor y entonces se convencieron de quererse pese a todo. Te amé, pensaba él,
con todo mi ser. Tu droga, mi necesidad de vos y todo lo que perdí por no haber
sabido amar (a ambos) me llevó a atarme a ese flujo de carencia. Me quedé seco
de mí mismo y te sequé a vos. En la misiva, le narró todas las maneras en las
que pensó para poder olvidarla. “Me salvó el arte”, leyó ella, y claro que a
los dos los había salvado. El café se estaba vaciando y la noche caía tan
oscura como ese sentimiento de pena que nos arranca el corazón cuando abrimos
los ojos y el rompecabezas empieza a tomar forma. Ella entendió, muy tarde tal
vez, que lo que ambos vieron en el otro era Arte. Era lo único que les quedaba.
Esa misma
noche ambos estaban sumergidos en su propia mente. Las cartas, los poemas, las
fotos y cada nanométrico elemento que tuviese, aunque sea efímeramente, un poco
de arte, tenía también un poco de amor. Eligieron ese camino (aunque separados
físicamente), pero los unía ese lazo invisible de lo perenne, del mundo dentro
del mundo, ese dédalo extraterrenal de la creación. Ninguno pudo elegir una
definición del amor, pero estaban de acuerdo con que el Arte los había unido
nuevamente. “La vida es sufrimiento y el sufrimiento es arte” (habían pensado).
Se entregaron fielmente a la creación y así, solamente, podrían ser
infinitos.
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