Animalidad

Se halló solo frente a la incomodidad de lo nuevo. Su hermano, tan novato como él en materia sentimental, no sabía qué hacer, lo abrumaba la culpa de no poder distinguir la moral de lo que acababa de pedir. El primogénito no dudó en ayudarlo, aunque sus manos se manchasen para siempre, no dudó porque sabía que la sangre es sangre y que esto no podía esperar. El menor, no obstante, temblaba aunque estaba deseoso de poder llevar a cabo el plan. Ninguno sopesó ni un segundo que la vida humana podría tener algún valor, ni el mayor ni el menor se desnudó frente a la posibilidad de la culpa, ni que la mano de la justicia los acechase y muchos menos de que se terminasen matando entre ellos. Imposible, dijo el mayor, el menor pensó lo mismo. Frente a ellos se encontraba su madre. ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué matar la flor que les dio la vida? Por eso mismo. Jamás habrían expuesto a un ser humano a la guerra diaria de la existencia, es egoísta, incluso cruel. Su mamá, por egoísmo propio, por la necesidad de ser madre, por esa inclinación que tienen algunas mujeres de querer provocar un desequilibro en su vida, de querer traer a otro ser a este mundo corrupto y lleno de moscas, los echó de la tranquilidad de la des-existencia a la penuria vital. Por eso la querían matar, le demostrarían, trágicamente, que si no hubiesen nacido ella estaría viva unos cuantos años (Si Dios quiere) y no sufriría el dolor momentáneo y patético de que su propia creación le arrebatase el aliento. No te odiamos, dijeron ambos, no podríamos. ¿Qué era entonces? La mujer encontró paz en sus palabras, sabía que sus hijos no eran culpables. ¡Perdónenme! , gritaba, ¡Perdónenme! Imploró que le diesen otra oportunidad, que su misericordia fuese tan grande como la capacidad de ella de negar que hubiese maldad en ambos. El cielo oscurecía, parecía seguir obsesamente el latir de los tres corazones. Llovería. ¿Qué sería del corazón sin los latidos? Interrogó uno de los muchachos. Un revolver vacío, un arma mortal, sí, pero con la inutilidad de un muerto. Gatilló el mayor, apretó el gatillo con todas sus fuerzas, le gustaba saber que su matricidio tenía una justificación, ¿cómo podrían ser tan idiotas? ¡Dios mío! El menor sollozó porque veía que su hermano cumplió su promesa, estaba realmente feliz. La noche violó con fuerza la luz del sol y apareció, frente a esa escena dramática, una duda. Los dos pequeños homicidas se miraban, podría decirse que pensaban lo mismo, que se conectaron y que, por un segundo, tenían telequinesis. Si yo no hubiese nacido, empezó a decir el más grande, si yo no le hubiese dado en bandeja de plata el poder de dar Vida, vos no hubieses nacido tampoco. Miró el arma, ya sabía qué tenía que hacer. El menor, por primera vez, tuvo miedo. ¿Qué esperaba? Uno de los dos moriría. ¿Eran como Caín y Abel? No, eran peores. No se trataba de envidia, no tenía nada que ver con eso. Era otra cosa, algo más profundo: el miedo a seguir en este mundo y no haber podido elegir. Fue la falta de libertad lo que llevó a que uno disparase las balas como pájaros recién liberados. Te perdono. Dejó el arma arriba de la mesa cuando el reloj marcaba las diez de la noche.


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Comentarios

  1. Que fuerte! Me gustó mucho las metáforas que hiciste. Es un cuento que te deja pensando.

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