Soledad (Sustantivo)
Soledad (sustantivo)
Hacía doce años que no se veían. El
no verse, el cerrar los ojos frente a la posibilidad de un nuevo encuentro, de
asimilar el correr del tiempo, le atemorizaba tanto, o más, que la muerte. En su altillo tenía muchos recordatorios de
esos tiempos, de esa lucidez juvenil, temía también, aunque no se lo hubiese
comentado a nadie exceptuando a su cuarto, vacío, en alguna noche de nostalgia,
que al subir las escaleras para penetrar en ese castillo de la memoria se diese
cuenta de pequeños detalles dolorosos. Decidió escalar los peldaños. De una
cosa estaba segura, se dijo, y era de que el tiempo todo lo cura (o casi todo).
La escalera tenía veinte escalones,
o por lo menos era lo que ella había contado en otras ocasiones, cuando no
estaba temerosa de llegar a esa maldita habitación, cuando su concentración no
temblaba como todo su cuerpo. Cuando no miraba de frente a la realidad. Levantó
el pie, el derecho, y pisó fuerte el primer rectángulo de cemento. Pisó como si
estuviese matando al insecto de la memoria y a toda bacteria mortífera.
-¿Querés un caramelo?- Comento él.
Ella lloraba como si fuese una
muñeca de porcelana y la hubiesen tirado al piso, partido en pedazos de sus
otros pedazos que estaban, de antemano, ya rotos.
-Gracias, pero me gustan los de
frutilla- resolvió responderle. Claro que le gustaban los de otro sabor, los de
menta eran para gente grande. Le hacían arder la boca, la lengua y todo el
cuerpo. Más adelante entendería que no eran los dulces los que le hacían doler
la garganta, sino el llanto acumulado.
El tropezón la retrotrajo a la
realidad que apuntaba con una pistola al pasado y le llamaba traidor. La empujó
a su casa, de nuevo, y a esa montaña de cemento que la llevaría al rincón tan
temido. Subió diez escalones, temblando, y aquellas lágrimas cultivadas en su
alma, de ese día dulce, se condensaron en una transpiración fría que congeló el
recuerdo para siempre en los primeros cinco escalones de la escalera. Se sentía
una montañista tratando de llegar a la meta tan deseada: la punta del monte.
Sin embargo, cada pisada en el granito, en esos cajones grises, era una jaula
que se iba haciendo cada vez más y más pequeña.
-Claro que te amo-Comentó su amigo-.
Te amo como a nadie, incluso más que a mí mismo. Somos amigos desde antes de
nacer, porque así es la amistad, es un espejo que todavía no encontró qué
reflejar-Hizo una pausa y la miró-. Vos sos mi reflejo.
Parecía una confesión de amor,
pero, ¿No es la amistad estar enamorado? ¿No es cegarnos, amar, y querer esa
retribución sentimental?
Le sangraba la rodilla, la sangre
había manchado un poco el decimoquinto escalón, le había dejado unos cuantos
rubíes. Ella reía. ¡Que ilusa había sido! Sacudía la cabeza negando haber
aceptado, en su momento, esas dulces palabras, tan dulces como la miel, porque
ahora le dolían como metal caliente. Su cabello, ahora corto, se mimetizaba con
la caída del sol.
-Yo te odio. Te odio con todo mi
ser y con el pasar de los años se acrecienta más el sentimiento pesado y
patético de haberte creído- Las lágrimas le corrían por la cara como si
tratasen de escapar de su cuerpo, eran unas nuevas gotitas, puras, blancas,
perfectas. No eran como las infantiles, esas estaban llenas de inocencia,
estas, en cambio, sí le dolían. ¿Por qué? Porque tenía, en cada célula, un poco
de esos tiempos pasados, de esa amistad impoluta y, actualmente, convertida en
polvo.
Los últimos peldaños los subió
aglomerando en cada paso un poco de llanto y otro poco no podía contenerse y lo
lloraba. A los gritos lloraba. ¿Qué le
dolía tanto?
En su altillo las telarañas
parecían un telón dentro de ese cuarto espeluznante y helado. Con la mirada buscó y rebuscó en cada
recoveco la caja de Pandora, esa caja que conservaba todas las fotos y
recuerdos de su vida anterior, de su vida pasada y pisada por las huellas del
presente. Estaba sola, eso pensó, y se dio cuenta porque después de veinte
escalones su memoria le demostró que solamente su piel la acompañó en esa
travesura temporal. Me siento traicionada, se dijo. ¿Cómo no? Su amigo le había
prometido amistad eterna y estaba sola en ese glaciar de la memoria, en ese
cuarto vacío (mentía, estaban los fantasmas de los recuerdos).
Cuando terminó de ver los álbumes
de fotos dilucidó, con el corazón en la mano prácticamente, que el tiempo no
puede curarlo todo. Bajó las escaleras siendo otra. Su amigo estaba en otra
parte, aunque tuviesen el canal conectado de los momentos siameses y el otro,
estaba bajo tierra siendo devorado por los gusanos. ¿Cuántos años…?
- Treinta y cinco, cuarenta y
treinta y siete-susurró al llegar al último escalón.
La traición estaba, para ella, en
que no pueden hacerse promesas cuando Cronos nos somete y nos ata a la
imposibilidad de lo eterno. Se sentía
sola, más sola que sola, porque sus dos amigos, aun sabiendo eso, prometieron
que serían uno. El espejo se había roto y se llevó, junto con esos fragmentos,
setenta y cinco años. Ella, por su parte, tiene treinta y cinco para poder
reflejarse en otro lado.
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