Alta suciedad
12 de julio de 1998
Hace poco menos de un año que quiero
hacerlo. Sé que no están preparados, ni ustedes ni yo, para cumplir este deseo
iracundo y penetrante que me lleva a realizar actos impuros. La sociedad no me
entiende, no. El acto que pienso me ayudará a salvar mi alma muy posiblemente
también me condene.
Saludos desde
el infierno.
Ernesto
La carta había estado guardada hacía mucho
tiempo. Su lectura y la posible repercusión dentro de su círculo aristocrático,
dentro, incluso, de su propia familia la hacían temblar. No le habían contado
quién era el autor ni qué relación tuvo con su sangre anteriormente, solamente
tenía la sensación de que el escrito arruinaría su imagen. Guardó la esquela en
el sobre arrugado y lleno de grietas y, entre las prendas caras,
permaneció por unos cuantos meses
aquella confesión.
Argentina se puede convertir en una bendición
o en una maldición, le habían comentado. Lo creyó. Por supuesto que tenían
razón. ¿Lo decían por la economía? No sabía. Ella había heredado la fortuna
familiar, tenía su propio departamento y las amistades perfectas para su
estatus. Su vida giraba en torno a esa imagen de perfección, para encajar y
para pertenecer al sistema de la oligarquía argentina. No conocía la
meritocracia por mano propia ni tampoco le interesaba hacerlo.
Todo lo que sea un límite para el ser humano
se convertía en una meta para el espíritu y ella sabía bien que en el espacio
seguro de su hogar, en la planta treinta y tres del edificio Edison, ella se
aburría. Recorría las calles y los
rincones de Buenos Aires, miraba por doquier para poder encontrar algo que le
hiciese sentir adrenalina. Ya no le bastaba tener noches de pasión incontrolables
ni olvidarse de la cantidad de camas que hubiese recorrido ni la contaminación
que le recorría las venas cada vez que probaba una nueva droga. Quería algo
más, estaba dispuesta a probar todo con tal de llegar al éxtasis eléctrico que
parece que mata pero que solamente eleva (se había olvidado de la caída). Así
que buscó entre sus amigos aquel peligro, buscó en la moralidad de la sociedad
alta y halló secretos oscuros, encontró palabras y hechos que condenarían a
cualquier ser humano a las llamas del infierno.
Querido diario:
Hoy 21 de septiembre del 2020, después
de releer la carta, me di cuenta de la similitud entre el autor del texto y mi
persona. Pese a mi juventud y mis ansias de pecar, no tengo miedo de arder en
el núcleo de la tierra porque simplemente necesito experimentar el vértigo de
vivir y estar a un paso de la muerte. Será la sociedad, como siempre, la que me
tenderá en sus cuerdas y me acusará de inmoral porque en la actualidad está
todo hecho, pero hay actos que permanecerán por siempre en las sombras. En mi
mesa, tengo comida y mi cama me acobija por las noches… Pero, ¿dónde está lo
que no se pude ver?
Un amigo le había comentado de un nuevo sitio
en la ciudad. El dueño, un hombre millonario, había comprado un galpón y lo
había trasformado en un bar. Le parecía divertido el ir caminando y ver la
decadencia social, la dicotomía entre clases y la animalidad humana frente a
las necesidades básicas. Tenía hambre, la panza la gruñía, el olor a comida le
hacía agua la boca. Tuvo que evitar que la saliva le chorrease por la barbilla.
—¿Es realmente bueno ese sitio? —había
preguntado.
—De lo mejor que hay, por lo menos en Buenos
Aires. —Su amigo se lo confirmó, pues ya había probado la exquisitez de la
cocina y la presencia de personas de los más altos estratos—. Tenés que ir, no
podés ir en contra de este nuevo mundo, de este nuevo placer gastronómico. —Le
impuso su amigo.
¿Acaso no quería pertenecer a lo más alto?
¿No buscaba algo que la hiciese sentir viva? El terror a sentirse fuera de esa
sociedad grandiosa y elegante, a quedarse varada en lo que podría haber sido
pero que no sería, su amor por el miedo que le provocaba a los seres que ella
consideraba inferiores, no la dejó dudar. Iría.
Querido diario:
Hace unos días que tengo la
reconfortante sensación de estar acercándome al cumplimiento de esta nueva
necesidad: exponerme al éxtasis supremo. El pasado agosto tenía la certeza de
que jamás podría vivir alguna experiencia mejor de la que alguna droga pudiese
brindarme. Las calles están llenas de callejones y los callejones llenos de
personas que buscan algo que los haga vivir, buscan en la basura y en los
rincones llenos de ratas y excremento lo necesario para vivir. Yo ya lo tengo,
yo tengo todo excepto ese límite, la falta de adrenalina me produce locura, no
tengo miedo de sufrir las consecuencias. ¿Hasta qué punto se me puede condenar
si yo necesito un nuevo comienzo? Mi mente está perturbada porque se me tornó
gris la ciudad, mi sangre, que late, no encuentra más que un camino rutinario
en esta vida. Estuve sorteando la suerte, estuve paseando de sábanas en
sábanas, busqué en orgasmos el mismo placer de la cocaína, son ambos
increíbles, pero no suficientes.
Hoy, después de tanta búsqueda, espero
poder regocijarme en un nuevo camino, con nuevas personas, una nueva yo. Espero
que el 1 de octubre no me decepcione.
El lugar era demasiado amplio para la zona en
la cual se encontraba. Los cuadros de Kandinsky, originales, las velas y la
pared empapelada de color bordeaux lo volvían un tanto tétrico. Muchas mesas,
poca gente, pero el olor a materialismo se olía desde la entrada. Cualquiera
que la hubiese visto, notaría que le temblaban las manos. ¿Por qué?
—Puede pasar por aquí —La mesera, una
muchacha joven y seria, la condujo hacia un salón apartado de las mesas
cercanas a la entrada. La carta estaba ubicada al lado de los cubiertos. ¡Qué
hambre tenía!
Al cabo de un rato, después de leer los
nombres de los platos y tratar de entender de qué se trataban, terminó
eligiendo uno al azar: Abraham. Al
lado de ella, en una mesa que se encontraba a cinco metros, una pareja comía de
forma desesperada y, casi animal, su pedido.
Se moría de hambre, no entendía por qué su
amigo le había recomendado ese lugar, los precios eran altos, sí, no eran
accesibles para todos, pero no salía de lo corriente. Al llegar su plato, le
pareció apetecible lo que podía verse y su boca no dejaba de segregar saliva.
Probó, masticó, tragó y deglutió cada pedazo sin poder darse cuenta de la velocidad
a la que comía. ¡Dios mío, qué delicia! Repitió el plato y antes de terminar de
comer, de posicionar los cubiertos encima, agarró el plato con las dos manos y
lo lamió hasta dejarlo prácticamente limpio. ¿Qué era ese salvajismo?
Era evidente, pensó, que algo le habían
puesto a la comida, por lo menos un condimento nuevo, algo que su lengua jamás
había probado. Su boca estaba cubierta de grasa, de comida, sus ojos no eran
como aquellos que recorrieron el lugar en un primer momento. Parecía que estuviese
al acecho.
—Disculpe, ¿podría decirme qué era lo que
comí? —le consultó a la mesera.
La chica la miró y sonrió irónicamente, como
si ambas estuviesen por compartir un secreto.
—Era carne humana, señorita.
La estupefacción fue reemplazada por una
sensación de satisfacción. Esto era algo nuevo, algo que jamás hubiese pensado,
ni siquiera lo pudo deducir al ver el plato. Su cabeza, cargada de morales
estúpidas, su persona encarcelada por un sistema gastronómico ridículo la había
condicionado y ahora, en ese instante, se dio cuenta de que era libre.
—¡Esto es la modernidad! ¡Esto es la
modernidad! —gritó mientras, apoyada en la mesa con las dos manos, se levantaba
para ponerse la campera.
Era un secreto de clase, era una voz en mute,
una realidad distinta que solamente podía vivenciar un sector social. Le daba
risa, los demás buscaban basura y ella se comía a esos idiotas que buscaban la
comida en los rincones mugrientos de la ciudad.
—Le dejo mi número —le susurró a la asistente
en la puerta— para que el cocinero me pase la receta. —Terminó por decir.
Se sintió plena porque estaba rodeada de ese
éxtasis, de ese nuevo placer. Podía conseguirlo cuando quisiese. No era tan mala la antropofagia.
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